martes, 22 de diciembre de 2009

El Amor Romántico como utopía emocional de la posmodernidad






Herrera Gómez, Coral: El Amor Romántico como utopía emocional de la posmodernidad.
“No hay pueblo ni civilización que no posea poemas, canciones, leyendas o cuentos en los que la anécdota o el argumento –el mito, en el sentido original de la palabra- no sea el encuentro de dos personas, su atracción mutua y los trabajos y penalidades que deben afrontar para unirse”. Octavio Paz. (1993)[1].
Ninguna civilización conocida, en los siete mil años que llevan sucediéndose, ha dado al “amor” llamado romance esa publicidad cotidiana: en las pantallas, en los carteles, en los textos y los anuncios de las revistas, en las canciones y en las imágenes, en la moral corriente y en lo que ésta deifica. Ninguna ha intentado tampoco con esa ingenua seguridad la peligrosa empresa de hacer coincidir el matrimonio y el “amor” así comprendido, y de basar el primero en el segundo”.  Denis de Rougemont (1939).
LA CONSTRUCCIÓN SOCIOCULTURAL DEL AMOR
Son numerosos los autores que defienden la idea de que el amor es una constante humana universal porque existe en todas las culturas y porque la capacidad de amar parece formar parte de nuestra condición. Teóricos como Wilson y Nias (1976) defienden la universalidad del amor romántico, señalando que el fenómeno amoroso romántico no es de origen reciente ni está restringido a nuestra cultura: “Aunque no siempre concebido como un necesario preludio para el matrimonio, el amor romántico y pasional ha existido en todos los tiempos y lugares[2]. Por su parte,  los antropólogos Jankowiak y Fisher (1992) documentan la existencia de lo que ellos definen como “amor romántico” en casi un 90 por 100 de las 168 culturas analizadas.[3]
El amor es una construcción humana sumamente compleja que posee una dimensión sociobiológica y una dimensión cultural. Ambas dimensiones influyen, modelan y determinan las relaciones eróticas y afectivas entre los seres humanos, sea cual sea su orientación sexual o su identidad generizada. Tanto la sexualidad como las emociones son, pues, además de fenómenos físicos, químicos y hormonales, construcciones culturales y sociales que varían según las épocas históricas y las culturas. El amor se construye en base a la moral, las normas, los tabúes, las costumbres, creencias, cosmovisiones y necesidades de cada sistema social, por eso va cambiando con el tiempo y en el espacio.
 Entre las pautas amorosas que cambian entre las culturas encontramos que existe una enorme variabilidad de comportamientos, normas y costumbres. Con respecto al amor llamado “amor romántico o pasional”, sin embargo, existe una polémica abierta: la mayoría de los autores coincide en señalar que éste es exclusivo de la cultura Occidental y que es heredero del amor cortés del siglo XII, con los trovadores provenzales que cantaban a la amada y al amor (Ortega, 1926; De Rougemont, 1939). Desde esta perspectiva, puede afirmarse que el amor romántico ha experimentado una evolución y un proceso de expansión paulatina hasta instalarse en el imaginario colectivo mundial como una meta utópica a alcanzar, cargada de promesas de felicidad[4].
Esta meta utópica está preñada de ideología pese a que se presenta fundamentalmente como una emoción individual y mágica que acontece en lo más profundo del interior de las personas. La ideología hegemónica que subyace a esta utopía emocional es de carácter patriarcal, y en ella la moral cristiana ha jugado un papel fundamental, pese a la decadencia que este sistema religioso está experimentando en las sociedades posmodernas. El amor romántico es, en este sentido, un ideal reificado en la conciencia colectiva, y está atravesado por una hegemonía ideológica, ya que nos presenta la heterosexualidad y la monogamia como características connaturales a esta forma de sentir, que se supone libre y loca. La prueba más patente es que toda la imaginería colectiva amorosa occidental está formada por parejas de adultos de distinta identidad genérica; son uniones de dos en dos cuyo final está, como en el caso de la moral cristiana, orientado al matrimonio y a la reproducción.
La ideología que subyace a las normas amorosas y sexuales occidentales está reificada, porque los sistemas emocionales y sexuales alternativos (amor en tríos, cuartetos y grupos grandes, amor entre ancianos, amor entre niños, amor entre personas del mismo sexo/género o de diferentes clases socioeconómicas, razas o culturas) siguen siendo considerados desviaciones de la norma, y penalizados, por tanto, socialmente. La heterosexualidad y la monogamia, en este sentido, se contemplan como características normales, es decir, naturales, porque siguen los dictados de la naturaleza. La Ciencia se ha encargado de legitimar esta visión, hasta llegar incluso a concluir que el mito de la monogamia y la fidelidad sexual es una realidad biológica y universal.
En el siglo XIX, por ejemplo, se consideró que la monogamia era un fenómeno universal no solo en la especie humana, sino en todo el reino animal. Afortunadamente, Barash y Lipton (2003)[5] han demostrado que la monogamia es un mito occidental que la investigación científica refuta una y otra vez. Este mito estaba basado en otro mito de la era victoriana: el que sostiene la idea de que las mujeres somos menos sexuales que los hombres y que tenemos menos necesidad de tener relaciones eróticas que los hombres, de modo que la monogamia ha sido impuesta para controlar la sexualidad femenina y constituye la base de la doble moral sexual, que impone la fidelidad a las féminas, y no tanto a los varones.
La necesidad de la exclusividad sexual ha sido mitificada por necesidades del sistema patriarcal a través de las narraciones religiosas y profanas, a pesar de que la monogamia no es un estado natural y muy pocas especies la practican. Lo paradójico de la reificación de la monogamia es que el adulterio y la prostitución forman parte del sistema monogámico. Son la otra cara de la moneda, su contrario y a la vez su complemento. La fidelidad y la exclusividad son fenómenos, en este sentido, que atentan contra el statu quo y la organización de la sociedad en familias cerradas. El amor, pues, se nos presenta delimitado, constreñido e influenciado por las necesidades del sistema para perpetuarse, dado que la base de nuestro sistema social es la familia tradicional, el lugar desde el que se consume y se educa a los nuevos trabajadores que asumirán el funcionamiento del mundo y aprenderán cuál es su lugar en la esfera productiva.
No sólo la sexualidad humana, sino también las emociones, son políticas y poseen una dimensión simbólica; dicho de otro modo, nuestros sentimientos están predeterminados y moldeados por la cultura y la sociedad en la que vivimos. Son numerosos los autores que han puesto el acento en la dimensión literaria del amor como constructor de realidad, y como modeladora de las emociones y los sentimientos. Martha Nussbaum y Antonio Damasio defienden la idea de que los sentimientos y las creencias, las emociones y la razón son lo mismo y están localizadas en partes del cerebro que trabajan conjuntamente. Por eso entienden que tanto la teoría científica como las narraciones humanas tienen un papel preponderante en la construcción sociocultural de las emociones: “Los relatos construyen en primer lugar y después invocan (y refuerzan) la experiencia del sentir” (Nussbaum, Martha 2005)[6] .
La filósofa estadounidense afirma que las emociones son aprendidas en la cultura, a través de los relatos y los mitos. En los relatos hay una estructura de sentimiento, una estructura expresiva, y una fuente o paradigma de emociones: “Los relatos son una fuente principal de la vida emocional de cualquier cultura”. Lo importante de su teoría es la idea de que si los relatos se aprenden, se pueden desaprender; si las emociones son construcciones, se pueden derribar. Por eso es importante analizar los relatos: para poder entender cómo y por qué amamos. También es muy interesante la idea de Nussbaum acerca de los deseos que engendran las narraciones: afirma que son respuestas al sentido de infinitud. El miedo, la esperanza, el anhelo son emociones ligadas al sentimiento de tener la vida fuera de control, y expresan una trascendencia, una reflexión profunda acerca de la muerte.
Es tal la proliferación de relatos amorosos en diversos soportes (canciones, poemas, cuadros, esculturas, novelas, películas, libretos, folletines, etc. etc.),  que a menudo parece un sentimiento que pertenece a la ficción. Es decir, que parece constituir otra realidad diferente a la realidad suprema[7] . Esto sucede porque nos alejamos de nuestra cotidianidad y nos sentimos transportados a otra dimensión del mismo modo que cuando construimos una realidad  ficticia, pese a que la línea que separa la ficción de la realidad es frágil, y a menudo inconsistente. Una prueba de ello es que cuando vemos una tragedia amorosa en el cine, por ejemplo, lloramos con los protagonistas que tienen que despedirse para siempre, y nos sentimos tan tristes como ellos. Los relatos, en este sentido, construyen emociones para ser sentidas, no sólo para ser contempladas.
Estas emociones fabricadas inciden en nuestro cuerpo del mismo modo que las emociones reales, es decir, las que sentimos en la interacción cara a cara con nuestros semejantes. Quizás varía en intensidad, pero su correlato físico es evidente: las emociones ficticias nos aceleran el latido cardiaco, nos hacen segregar endorfinas y nos hacen gritar de miedo o llorar conmovidos. Esto no se debe únicamente a la capacidad de empatía humana, sino también al fenómeno de  la proyección e identificación de las audiencias con los productos culturales que consumen. Así, las emociones son sentidas realmente a través del cuerpo, y nos provocan unas reacciones físicas y orgánicas del mismo modo que cuando estamos viviéndolas en persona. Esas reacciones crean pautas de conducta amorosa que aprendemos en los relatos y luego aplicamos a nuestra vida real. 




LA MITIFICACIÓN DEL AMOR
Los relatos amorosos constituyen una constante en las narrativas y las mitologías humanas desde la Antigüedad hasta nuestros días. Sin embargo, a mediados de la década de los noventa se produjo un fenómeno social conocido como “La Revolución Romántica”, concepto ideado por la cultura estadounidense. Los años de la transición entre el siglo XX y el XXI estuvieron marcados, entre otros acontecimientos culturales, por el auge de los productos del sentimiento. El primer signo de esa Revolución Romántica, según Rosa Pereda (2001), fue el vuelco del gusto general hacia la novela sentimental y las películas que narraban historias de amor.[8]
En general, la mitología romántica ha cobrado una importancia fundamental en el siglo XXI, hasta llegar a adquirir el estatus de utopía colectiva de carácter emocional. Esta utopía nos presenta el amor como una fuente de felicidad absoluta y de emociones compartidas que amortiguan la soledad a la que está condenado el ser humano. En un mundo tan competitivo e individualista como el nuestro, en el que los grupos se encuentran fragmentados en unidades familiares básicas, las personas encuentran en el amor romántico la forma de enfrentarse al mundo. El amor, es, en este sentido, un nexo idealizado de intimidad que se establece con otra persona y gracias al cual podemos sentir que alguien que nos escucha, nos apoya incondicionalmente y lucha con nosotros contra los obstáculos de la vida.
A menudo, el enamoramiento, si es correspondido, nos transporta a un estado de felicidad que es extraordinario, porque está cargado de intensidad. En nuestra sociedad este estado de felicidad permanente es el estado ideal en el que la gente querría vivir  siempre; por eso el amor tiene tanta importancia en la actualidad. Es una forma de ser y de estar en el mundo en el que los golpes de la vida se ven amortiguados. Además, dispara nuestro afán soñador y utópico, porque nos sentimos capaces de superar miedos y de dejar atrás el pasado, y porque creemos que, bajo los efectos del amor, todo es posible.
El amor es la construcción individual o en pareja de una realidad paralela a la suprema, y es también es un arte susceptible de ser cultivado (Fromm, 1959). Esta nueva realidad revela la capacidad del amor para trastrocarnos y derrumbar nuestros esquemas y rutinas de vida. El amor es, en este sentido, una fuerza avasalladora y transformadora que arrasa con todos los obstáculos (las distancias físicas y temporales, la oposición de las familias, o incluso nuestros prejuicios en torno a la edad, la raza, el estatus socioeconómico de las personas, etc.). A nivel narrativo y mitológico, el amor pasional ha sido comparado con los venenos, los brebajes mágicos, con la enfermedad del cuerpo y el alma, con los hechizos y embrujamientos, como si fuese algo que sentimos ajenos a nosotros mismos, y que provoca fuertes reacciones emocionales que escapan a nuestro control. El amor se ha asociado también a la locura, al éxtasis, a la borrachera, a los estados de trance y a los accesos místicos: estados mentales, emocionales y sexuales que nos transportan a otras dimensiones de la realidad.
Literariamente este poder mágico ha dado lugar a millones de metáforas y figuras literarias que comparan el amor con los huracanes, los terremotos, las inundaciones, los incendios, los volcanes, los abismos oceánicos, los desiertos, las tormentas y todo tipo de desastres naturales frente a los que el ser humano no puede hacer nada. El amor también ha sido comparado con la muerte, el infinito, la eternidad y la inmensidad del Cosmos, porque son ámbitos de la conciencia que superan  nuestra capacidad de asimilarlos o de abarcarlos con nuestra pequeña mente. El amor se nos antoja, entonces, algo incomprensible e inconmensurable, como la existencia o la inexistencia. 
Las emociones de carácter romántico nos hacen tomar conciencia de la muerte y de la vida como procesos inseparables. Nos produce una sensación de poder abarcar la totalidad del ser, porque nos vuelve hacia nosotros mismos, y en ese proceso podemos conocer la realidad desde la propia realidad, como si fuese la de la Humanidad entera. Esto sucede porque al volverse hacia sí, el humano encuentra su animalidad a través de su propio cuerpo, sus deseos, instintos y también a través de su vulnerabilidad y pequeñez. En este sentido, el amor es una fuerza grandiosa que revela al ser humano de su insignificancia y su breve paso por este mundo. Y eso sucede porque el amor es un deseo de eternidad que nos arroja a la cara la precariedad de nuestra existencia.
La pasión amorosa se acaba; explota con violencia o se extingue lentamente, pero se acaba, como la vida. Por eso el amor nos pone en relación con la vida y la muerte; por eso lo experimentamos de un modo tan trágico y pasional, y por eso hay autores que afirman que el amor es una religión[9]. El amor, además de su dimensión religiosa, posee también una dimensión mítica, porque ha sido idealizado en todas las épocas y porque muchas veces se nos presenta como el modo de llegar a alcanzar la felicidad, la plenitud, la vivencia del presente más pura y auténtica que hayamos vivido. Edgar Morín (1998) afirma que en nuestra cultura, desde que un mito es reconocido como tal, deja de serlo: “Hemos llegado a ese punto de la conciencia donde nos damos cuenta de que los mitos son mitos. Pero al mismo tiempo advertimos que no podemos prescindir de los mitos. No podemos vivir sin mitos, y entre los «mitos» incluiré la creencia en el amor, que es uno de los más nobles y más poderosos, y quizá el único mito al que deberíamos adherirnos”[10].
La mayor parte de los mitos en torno al amor romántico surgieron en la época medieval; otros han ido surgiendo con el paso de los siglos, y finalmente se consolidaron en el XIX, con el Romanticismo. El principal mito que encontramos en el amor es en la frase que concluye los relatos: “y vivieron felices, y comieron perdices”. La estructura mítica de la narración amorosa es casi siempre la misma: dos personas se enamoran, se ven separadas por diversas circunstancias (dragones, bosques encantados, monstruos terribles) y barreras (sociales y económicas, religiosas, morales, políticas). Tras superar todos los obstáculos, la pareja feliz por fin puede vivir su amor en libertad. Evidentemente, como mito que es, esta historia de impedimentos y superaciones está atravesada por las ideologías patriarcales, que ponen la misión en manos del héroe masculino, mientras que la mujer espera en su castillo a ser salvada: él es activo, ella pasiva (el paradigma de este modelo es la Bella Durmiente). En otros relatos, en cambio, se incide en la valentía de la mujer que lucha contra el orden patriarcal, contra la ley del padre, y se le otorga un papel activo, como es el caso de Julieta, Melibea, Catalina Earnshaw, Emma Bovary, Anna Karenina, la Regenta o el mito español de Carmen, mujer indomable que subyuga a los hombres.
Para Denis de Rougemont[11], lo característico de nuestra sociedad es que el mito del matrimonio y el mito de la pasión se han unido pese a que son contrarios. La contradicción reside en que la pasión es perecedera, indomable, intensa, contingente, y preñada de miedo a perder a la persona amada. La pasión se exacerba con la inaccesibilidad y representa en nuestro imaginario el delirio arrebatado, el éxtasis místico, la experiencia extraordinaria que nos trastoca la rutina diaria. El matrimonio, en cambio, ofrece estabilidad, seguridad, una cotidianidad, una certeza de que la otra persona está dispuesta a compartir con nosotros su vida y su futuro. Ambas instituciones son, pues, incompatibles, por mucho que nos esforcemos en aunarlas bajo el mito del matrimonio por amor y para siempre.
EL AMOR EN LA POSMODERNIDAD
El amor en la posmodernidad es una utopía colectiva que se expresa sin embargo individualmente, en y sobre los cuerpos y los sentimientos de las personas, y que, lejos de ser un instrumento de liberación colectiva, sirve como anestesiante social. El amor hoy es un producto cultural que calma la sed de emociones y entretiene a las audiencias. Alrededor del amor ha surgido toda una industria y un estilo de vida que fomenta lo que  H.D. Lawrence llamó “egoísmo a dúo”, una forma de relación basada en la dependencia, la búsqueda de seguridad, necesidad del otro, la renuncia a la interdependencia personal, la ausencia de libertad, celos, rutina, adscripción irreflexiva a las convenciones sociales, el enclaustramiento mutuo… Este enclaustramiento propicia el conformismo, el viraje ideológico a posiciones más conservadoras, la despolitización y el vaciamiento del espacio social, con notables consecuencias para las democracias occidentales y para la vida de las personas. Las redes de cooperación y ayuda entre los grupos se han debilitado o han desaparecido como consecuencia del individualismo y ha aumentado el número de hogares monoparentales. La gente dispone de poco tiempo de ocio para crear redes sociales en la calle, y el anonimato es el modus vivendi de la ciudad: un caldo de cultivo, pues, ideal para las uniones de dos en dos (a ser posible monogámicas y heterosexuales).

Las relaciones humanas están, en general, jerarquizadas y mediatizadas por el poder. En un mundo injusto y desigual como el nuestro, las personas se relacionan de un modo jerárquico e interesado (a excepción de los círculos íntimos de parentesco y amistad, en la que sí existe la ayuda mutua y la cooperación). En la era capitalista, los humanos somos también mercancía, objetos de consumo y de ostentación, medios para ascender en la escala social. De este modo, nos atrevemos a afirmar que los modelos de relación erótica y amorosa de la cultura de masas son superficiales, rápidos e intensos, como la vida en las grandes urbes. Es cada vez más común el enamoramiento fugaz, y las personas más que lograr la fusión lo que hacen es “chocar” entre sí.
Creemos, coincidiendo con Erich Fromm, que a pesar de que el anhelo de enamorarse es muy común, en realidad el amor es un fenómeno relativamente poco frecuente en nuestras sociedades actuales: “La gente capaz de amar, en el sistema actual, constituye por fuerza la excepción; el amor es inevitablemente un fenómeno marginal en la sociedad actual”. Y lo es porque el amor requiere grandes dosis de apertura de uno mismo, de entrega, generosidad, sinceridad, comunicación, honestidad, capacidad de altruismo, que chocan con la realidad de las relaciones entre los hombres y las mujeres posmodernas.
Por eso pensamos que el amor, más que una realidad, es una utopía emocional que se inserta en un mundo que ansía las emociones fuertes, intensas y constantes. En la posmodernidad existe un deseo de permanecer entretenido continuamente; probablemente la vida tediosa y mecanizada exacerba estas necesidades evasivas y escapistas. Esta utopía emocional individualizada surge además en lo que Lasch denomina la era del narcisismo; en ella las relaciones se basan en el egoísmo y el egocentrismo del individuo. Las relaciones superficiales que establecen a menudo las personas se basa en una idealización del otro que luego se diluye como un espejismo. En realidad, las personas a menudo no aman a la otra persona por como es, en toda su complejidad, con sus defectos y virtudes, sino más bien por cómo querría que fuese. El amor es así un fenómeno de idealización de la otra persona que conlleva una frustración; cuanto mayores son las expectativas, más grande es el desencanto.
El amor romántico se adapta al individualismo porque no incluye a terceros, ni a grupos, se contempla siempre en uniones de dos personas que se bastan y se sobran para hacerse felices el uno al otro. Esto es bueno para que la democracia y el capitalismo se perpetúen, porque de algún modo se evitan movimientos sociales amorosos de carácter masivo que podrían desestabilizar el statu quo. Quizás por esto en los medios de comunicación de masas, en la publicidad, en la ficción y en la información nunca se habla de un “nosotros” colectivo, sino de un “tú y yo para siempre”. El amor se canaliza hacia la individualidad porque, como bien sabe el poder, es una fuerza energética muy poderosa. Jesús y Gandhi expandieron la idea del amor como modo de relacionarse con la naturaleza, con las personas y las cosas, y tuvieron que sufrir las consecuencias de la represión que el poder ejerció sobre ellos.
Para nosotras la característica más importante del amor romántico o pasional es el modo en cómo nos enfrentamos a la realidad suprema a través de este sentimiento, tanto a nivel individual como colectivo. Esta realidad es construida desde la cultura, que determina nuestra forma de pensar, de sentir y de actuar en el mundo. Las principales dificultades que encuentra el individuo para adaptarse a ella son principalmente dos: la alienación que siente con respecto a su trabajo (la cantidad de horas de su vida que presta a la producción), y la conflictividad de las relaciones que establece con los otros, su interacción afectiva con su entorno más próximo. El ser humano es un animal gregario que debe su supervivencia como especie a las redes sociales de cooperación y ayuda mutua sostenidas por el afecto y la empatía. En la sociedad se transmiten los conocimientos necesarios para la supervivencia individual, en ella aprendemos el modo de comunicarnos con los demás. Adquirimos en ella el lenguaje, y a través de él, el conjunto de normas y creencias que circulan por el espacio social y determinan la realidad total y las realidades individuales. Por eso, la interacción humana supone un choque continuo de realidades individuales entre sí, y otro gran choque con la gran realidad suprema.
El amor sin duda constituye una realidad utópica que choca con la realidad del día a día, normalmente monótona y rutinaria para la mayor parte de la Humanidad[12]. Las industrias culturales actuales ofrecen una cantidad inmensa de realidades paralelas en forma de narraciones a un público hambriento de emociones que demanda intensidad, sueños, distracción y entretenimiento. Las idealizaciones amorosas, en forma de novela, obra de teatro, soap opera, reality show, concurso, canciones, etc. son un modo de evasión y una vía para trascender la realidad porque se sitúa como por encima de ella, o más bien porque actúa de trasfondo, distorsionando, enriqueciendo, transformando la realidad cotidiana. Necesitamos enamorarnos del mismo modo que necesitamos rezar, leer, bailar, navegar, ver una película o jugar durante horas: porque necesitamos trascender nuestro “aquí y ahora”, y este proceso en ocasiones es adictivo. Fusionar nuestra realidad con la realidad de otra persona es un proceso fascinante o, en términos narrativos, maravilloso, porque se unen dos biografías que hasta entonces habían vivido separadas, y se desea que esa unión sitúe a los enamorados en una realidad idealizada, situada más allá de la realidad propiamente dicha, y alejada de la contingencia. Por eso el amor es para los enamorados como una isla o una burbuja, un refugio o un lugar exótico, una droga, una fiesta, una película o un paraíso: siempre se narran las historias amorosas como situadas en lugares excepcionales, en contextos especiales, como suspendidas en el espacio y el tiempo. El amor en este sentido es algo extraordinario, un suceso excepcional que cambia mágicamente la relación de las personas con su entorno y consigo mismas.
Sin embargo, este choque entre el amor ideal y la realidad pura se vive, a menudo, como una tragedia. Las expectativas y la idealización de una persona o del sentimiento amoroso son fuente de un sufrimiento excepcional para el ser humano, porque la realidad frente a la mitificación genera frustración y dolor. Y, como admite Freud (1970), “jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos; jamás somos tan desamparadamente infelices como cuando hemos perdido el objeto amado o su amor”.
Quizás la característica más importante de esta utopía emocional reside en que atenúa la angustia existencial, porque en la posmodernidad la libertad da miedo, el sentido se ha derrumbado, las verdades se fragmentan, y todo se relativiza. Mientras decaen los grandes sistemas religiosos y los bloques ideológicos como el anarquismo y el comunismo, el amor, en cambio, se ha erigido en una solución total al problema de la existencia, el vacío y la falta de sentido.  
Otro rasgo del amor romántico en la actualidad es que en él confluyen las dos grandes contradicciones de los urbanitas posmodernos: queremos ser libres y autónomos, pero precisamos del cariño, el afecto y la ayuda de los demás. El ser humano necesita relacionarse sexual y afectivamente con sus semejantes, pero también anhela la libertad, así que la contradicción es continua, y responde a lo que he denominado la insatisfacción permanente, un estado de inconformismo continuo por el que no valoramos lo que tenemos, y deseamos siempre lo que no tenemos, de manera que nunca estamos satisfechos. A los seres humanos nos cuesta hacernos a la idea de que no se puede tener todo a la vez, pero lo queremos todo y ya: seguridad y emoción, estabilidad y drama, euforia y rutina. La insatisfacción permanente es un proceso que nos hace vivir la vida en el futuro, y no nos permite disfrutar del presente; en él se aúna esa contradicción entre idealización y desencanto que se da en el amor posmoderno, porque la nota común es desear a la amada o el amado inaccesible, y no poder corresponder a los que nos aman. La clave está en el deseo, que muere con su realización y se mantiene vivo con la imposibilidad.
Si la primera contradicción amorosa posmoderna reside fundamentalmente en la libertad, la segunda reside en la ansiada igualdad entre mujeres y hombres. Por un lado, la revolución feminista de los 70  logró importantes avances en el ámbito político, económico y social;  por otro, podemos afirmar que el patriarcado aún goza de buena salud en su dimensión simbólica. El poder sigue siendo el principal escollo a la hora de relacionarse libre e igualitariamente en nuestras sociedades posmodernas. Por eso podemos afirmar que la cultura patriarcal sigue perpetuando los estereotipos y los roles de género a través de los mitos amorosos, como veremos a continuación.
EL ROMANTICISMO PATRIARCAL EN LA POSMODERNIDAD
Algunos de los mitos amorosos que han perpetuado el sistema patriarcal en su dimensión simbólica han sido el de la princesa en su castillo (la mujer buena, la madre, la santa,) y el mito del príncipe azul (valiente a la vez que romántico, poderoso a la par que tierno). Muchos hombres han sufrido por no poder amar a mujeres poderosas; sencillamente porque no encajan en el mito de la princesa sumisa y porque esto conlleva un miedo profundo a ser traicionados, absorbidos, dominados o abandonados.
Paralelamente, multitud de mujeres han besado sapos con la esperanza de hallar al hombre perfecto: sano, joven, sexualmente potente, tierno, guapo, inteligente, sensible, viril, culto, y rico en recursos de todo tipo. El príncipe azul es un mito que ha aumentado la sujeción de la mujer al varón, al poner en otra persona las manos de su destino vital. Este héroe ha distorsionado la imagen masculina, engrandeciéndola, y creando innumerables frustraciones en las mujeres. El príncipe azul, cuando aparece, conlleva otro mito pernicioso: el amor verdadero junto al hombre ideal que las haga felices.
 Una variante de este mito el del amor-fusión, que convierte al amor en un ente “todopoderoso que protege de las inclemencias de la vida y desaloja las vivencias de soledad humanas tan inquietantes como inevitables” (Clara Coria, 2005). Bajo este mito subyace la pretensión de coincidencia absoluta, afinidad total o unidad indestructible; según Coria aparecen una y otra vez bajo la forma del “siempre”, “nunca” o “jamás”. Estas atribuciones “suelen verse reforzadas socialmente por infinidad de canciones que les otorgan legitimidad e insisten en concebir el amor como una experiencia que borra todas las distancias y envuelve a quienes se aman bajo una misma piel. Bajo el influjo de textos acaramelados, los amantes se convierten en una unidad indisoluble que alcanza el punto de fusión”.
El anhelo de fusión amorosa con la pareja es un reflejo de la fusión con el hijo, según Clara Coria, que opina que mediante la identificación de la mujer con la madre, se consigue imponer de manera inconsciente en la subjetividad femenina una concepción del amor de pareja hecha a imagen y semejanza del amor maternal: “Merced a este artificio, el amor maternal, con sus características de incondicionalidad, altruismo, abnegación, entrega, etc. pasa a ser el molde en el que las mujeres de muchas sociedades en el mundo confeccionan y cultivan un amor de pareja que esté a la altura de una maternidad insuperable”.
Tanto el amor paternal como el amor maternal cobijan a eternos menores de edad que no desean dejar atrás la protección del padre o de la madre, y supone que muchas personas esperen que el otro (de acuerdo con su rol de género) sustituya a la madre o al padre y le prodiguen los mismos cuidados, regañinas y amor incondicional. Esto dificulta enormemente las relaciones entre los géneros, porque perpetúa la división genérica de la realidad, las relaciones de dominación y sumisión y la dependencia emocional. Además, esta dependencia mutua encajona a las personas en papeles y actitudes que constriñen su libertad sexual y expresiva, su capacidad de autodeterminación, y es el obstáculo principal para la realización del modelo ideal de relación pura (concepto acuñado por Anthony Giddens) [13] basada en la igualdad sexual y emocional entre sus miembros.
Hemos alcanzado la paridad democrática, la igualdad legal, pero aún la cultura, la economía y los sentimientos no han alcanzado esa ansiada igualdad genérica. Las representaciones simbólicas siguen impregnadas de estereotipos que no liberan a las personas, sino que las constriñen; el amor sigue siendo una batalla entre sexos, recrudecida por la crisis de la masculinidad actual. Autores como Robert Conell (1995)[14] sitúan el inicio de esta crisis en la revolución sexual que tuvo lugar a finales del siglo XX y cuya consecuencia ha sido, según algunos autores, la crisis del patriarcado, provocada  fundamentalmente por la lucha feminista y el movimiento gay[15].
Los hombres parecen sentirse desorientados ante la ruptura y transformaciones de las estructuras laborales, sociales, económicas, políticas y sobre todo, individuales que están teniendo lugar. Algunos se sienten  culpables porque defienden la lucha feminista, pero luego son incapaces de ceder sus privilegios de clase y de relacionarse igualitariamente en su vida cotidiana, especialmente en lo que concierne a las tareas domésticas. Las mujeres de los 70 y los 80 concienciaron a los hombres que no habían nacido para servirles, ni para ser criadas, ni madres patriarcales, pero a muchos les costó (y les cuesta todavía) asumirlo y renunciar a tareas desagradables como limpiar los retretes o cambiar pañales, según afirma Donald H. Bell (1987)[16].      
Los hombres actuales sienten que han perdido sus modelos de referencia, ya que sus padres, educados en la cultura patriarcal (y por tanto dependientes de sus mujeres, autoritarios, con dificultad para establecer relaciones íntimas y para expresarse emocionalmente) ya no les sirven como ejemplo a seguir. Lo que desorienta al varón posmoderno, entonces, es la libertad a la que se enfrentan, y la exigencia de igualdad con las mujeres, que luchan por dejar atrás la clasificación que las divide en buenas y malas, y se ofrecen desidealizadas, tal y como son. Reclaman al compañero pasión, respeto, cariño, sexo, cuidados, sinceridad;  y quieren compartir y ser tratadas como iguales, sin paternalismo ni autoritarismo, y sin miedos ancestrales, cosa difícil para el varón, que siempre se ha situado en un plano superior a ellas, o en un plano de dependencia emocional con respecto a ellas.
 La crisis de la masculinidad es identitaria porque los varones ya no sustentan el papel de proveedor principal, cabeza de familia, rey de su casa y amo de sus propiedades, su mujer, sus hijos e hijas. Ya no son necesarios ni para la defensa ni para el mantenimiento de un hogar. Tampoco para la reproducción, como lo demuestra el aumento de familias monoparentales encabezadas por mujeres independientes, y el uso de las técnicas de reproducción asistida.
Los hombres se quedan desprovistos de autoridad y muchos se declaran angustiados (Moore y Gillette, 1993)[17]. Ahora todo es negociable: los hijos e hijas reniegan del padre ausente y apenas conocido, las mujeres se rebelaron hace tiempo contra la doble moral sexual, y los hombres han de asumir las consecuencias de sus actos. Su constante deseo de escapar (de sí mismo, de sus sentimientos, de sus compromisos, de sus problemas, de su paternidad) ha sido denominado síndrome de evitación, de ausencia o de abstención masculina[18].
Este deseo de evasión de su realidad, su deseo de regresión a la infancia y su falta de implicación emocional ahora es visto como un signo de inmadurez, no de autonomía e independencia. La emancipación de las mujeres y la nueva figura del modelo de “hombre tierno” habrían provocado un desconcierto masculino de amplitud excepcional, a pesar de que esta liberación les ha beneficiado enormemente porque ha supuesto un aumento de calidad y de cantidad en sus relaciones sexuales. Las mujeres, tras la revolución sexual y política, son más accesibles pero al mismo tiempo resultan más intimidantes, más amenazadoras para el varón, sobre todo porque quieren hablar con ellos el lenguaje de los sentimientos, la expresión de las emociones. Desamparados frente a las “nuevas mujeres” independientes, que se niegan a vivir a la sombra de los hombres, éstos se sentirían en la actualidad ansiosos, frágiles, desestabilizados en su identidad, inquietos respecto a sus capacidades viriles.
Frente a los hombres tradicionales, que huyen de sus sentimientos y se desahogan emborrachándose, o ejerciendo su violencia sobre sus semejantes,  mujeres y niños, o se comen las penas solos, existen los varones posmodernos o antipatriarcales. Estos hombres nuevos están buscando las vías para lograr mejorar su calidad de vida y sus relaciones sexuales y afectivas; algunos en el seno de grupos de hombres que se reúnen para organizar políticamente este cambio en su intimidad. Reclaman su derecho a sentir sin trabas y sin miedo, y a expresar sus emociones. Tratan de tener relaciones íntimas con sus amigos y amigas, y sus parejas. Están también aprendiendo a solucionar sus problemas afectivos hablando, trabajando en común, sobre la base de la sinceridad y el respeto mutuo (Bell, 1987).

Los nuevos hombres van descubriendo cosas como que hablar con otra persona supone poder alcanzar otra perspectiva de los problemas, que todos necesitamos sabernos queridos, y que las relaciones han de ser igualitarias para que no se acumule rencor. También están explorando su sensibilidad, su ternura, su capacidad de dar amor y de expresarlo, porque el patriarcado también ha ejercido sobre ellos una represión emocional de consecuencias desastrosas para su salud y su psique, según Luis Bonino (1997)[19]. Es fácil entender, sin embargo, que esto les sucede a muy pocos hombres si pensamos en esta actitud a escala planetaria. Sin duda estamos en una sociedad que cambia vertiginosamente a un nivel, y lentamente a otro. Los cambios más lentos se dan en el seno de las emociones, en la vida cotidiana y las relaciones sentimentales, a pesar de los cambios legislativos y sociopolíticos de los países más desarrollados. Sin embargo, pensamos que las mujeres están ayudando a que este cambio se acelere a nivel personal, porque demandan, cada vez más, plena igualdad en el seno de sus relaciones.

La principal característica que define a la mujer posmoderna es la mezcla que existe en su interior entre la tradición, la modernidad y la posmodernidad. Siente una contradicción entre en el amor a la libertad por un lado, y la necesidad de amar por otro. Algunas mujeres posmodernas aspiran a tener un buen compañero que las colme de amor. Se sienten guapas, sanas, jóvenes, inteligentes, autónomas y poderosas: por eso muchas de ellas desean a su lado un compañero adulto con el que establecer una relación igualitaria y madura. Las mujeres desean entregarse al cien por cien, y exigen a sus compañeros que se liberen a sí mismos y se dejen llevar por sus sentimientos. Han dejado de considerar que las infidelidades pasajeras refuerzan el amor y han dejado de mostrarse  indulgentes con los compañeros con síndrome de donjuán. Exigen una relación igualitaria y un amor sincero, alejado de los patrones de conducta de la doble moral patriarcal, y prefieren estar solas antes que aguantar. Desean la implicación emocional de sus compañeros, y entienden que el trabajo de fondo que conlleva una relación ha de ser compartido a partes iguales, pero les es difícil también renunciar a veces a sus privilegios de género y a sus ideales románticos, que son, precisamente, eso: ideales y modelos amorosos mitificados, la mayoría de las  cuales no tienen que ver mucho con la realidad.
La última contradicción gira en torno a los roles de género y se expresa simbólicamente en el mito de la superwoman o princesa trabajadora. Es un modelo de mujer que ha asumido los valores de la revolución feminista pero que está casada y tiene una familia perfecta. Son mujeres altamente cualificadas que alcanzan un estatus socioeconómico importante. Estas súper mujeres hablan idiomas, han viajado, han tenido relaciones sexuales y sentimentales previas al matrimonio, y se han sentido autónomas e independientes. Después se han casado y han adoptado dos estilos de vida contradictorios entre sí: el estilo individualista posmoderno, por el cual su vida gira en torno al trabajo y su ascensión en la jerarquía empresarial, y por otro lado el estilo burgués de “familia feliz”, de tipo tradicional.

La superwoman se divorcia, pero vuelve a casarse. Es la cabeza de familia, porque se encarga de las tareas domésticas (ayudada de lejos por su marido demócrata), la organización y administración de los recursos, la psicología y las emociones de sus hijos e hijas. El gran problema de la superwoman es el cansancio, y la falta de tiempo para desarrollar su carrera laboral y brillar en ella, para ser buena ama de casa, madre perfecta, esposa, amiga, hija y nieta ideal.
Otra profunda contradicción que anida en las mujeres posmodernas tiene que ver con su propia autonomía. Si bien es cierto que son independientes económicamente, a nivel emocional aún no ha acabado por liberarse del todo del poder masculino. Las redes que aún las atrapan son producto de la mitología romántica, que  está impregnada de restos de la ideología patriarcal. La revolución sexual, en este sentido, liberó el cuerpo de las mujeres y su sexualidad; pero en los corazones femeninos aún anidan esperanzas de salvación y autorrealización al lado del ser amado[20].
Este fenómeno es comprensible si se recuerda que a las mujeres se las ha educado en la cultura patriarcal para que sean entregadas, para que se auto sacrifiquen por los demás, para que antepongan las necesidades de los demás a las suyas propias. Algunas mujeres terminan confundiendo amor con servilismo, otras caen en el rencor absoluto (hacia los demás y hacia sí mismas). Para Clara Coria (2005), es fundamental visibilizar el coste psíquico y emocional que la entrega y el auto sacrificio tienen en las mujeres. Tener que perder, sostener, ceder, postergar, etc. ha sido reificado en el imaginario colectivo, convertido en “condiciones naturales femeninas que terminan resultando obvios para todo el mundo, y en consecuencia, invisibles[21].
La lucha feminista denunció la manera en la que se socializa a las mujeres y se las somete al ideal romántico sentimental. Muchas consideraron el matrimonio como una especie de esclavitud doméstica, sexual y sentimental: “Su amor es como una prisión”, claman las feministas del MLF. A la vez que el amor se reveló como una constricción social y cultural que perpetúa la dominación masculina, la libertad sexual de la mujer se situó en el centro de estas reivindicaciones: “La cuestión fundamental ya no es “Amar hasta perder la razón” sino “Gozar sin trabas”. Gracias a esta lucha, y a pesar de la tradicional sujeción emocional femenina a un ideal mitificado, las mujeres han ido conquistando lentamente su independencia emocional y han logrado reconfigurar sus roles sociales y familiares. Una prueba de ello es el aumento de mujeres que viven solas y tienen relaciones libres esporádicas o estables con otros hombres con los que no desean comprometerse.

Para Ulrick y Elisabeth Beck, los roles de género preestablecidos son la base de la sociedad industrializada, de modo que juegan un papel fundamental en la construcción posmoderna del amor. La perpetuación de los roles viene dada por los estereotipos de género,  y el motivo lo encuentra Beck en el hecho de que sin la división en roles no existiría la tradicional familia nuclear: “Sin la familia nuclear no es pensable la sociedad industrial con su esquema de trabajo y vida. La idea de la sociedad industrial burguesa se basa en una mercantilización incompleta de la capacidad humana de trabajo. (…) En este sentido, la sociedad industrial depende de la situación desigual de hombres y mujeres”. Los destinos de las personas (producir y reproducirse) son mitigados, superados, agudizados y encubiertos por la promesa del amor.

La  liberación de los estereotipos de género ocurre solo en el terreno privado, a través de los enfrentamientos domésticos de hombres y mujeres. Estos conflictos se agravan porque aumentan exponencialmente las posibilidades de elección (en la sexualidad, la contraconcepción, el reparto de las tareas domésticas y cuidado de los hijos, la movilidad profesional de los esposos…). A pesar de que parezca una lucha individualizada, tiene una fuerte dimensión social, según Beck, porque su correlato es la falta de soluciones institucionales (por ejemplo, la falta de guarderías, horarios flexibles, protección social), lo que potencia los conflictos en las relaciones privadas y al revés: unas medidas institucionales adecuadas ayudan a descargar las tensiones entre los géneros.

Y mientras el poder político y social sigue dificultando esta igualdad entre mujeres y hombres, el poder simbólico hace lo propio, porque sigue imponiendo mitos estereotipados de carácter patriarcal. Estos mitos perpetúan el miedo que los hombres sienten hacia las mujeres y su necesidad de dominarlas; el imaginario colectivo está repleto de mujeres pecadoras y desobedientes (Eva, Lilith, Pandora), mujeres poderosas y temibles (Carmen, Salomé, Lulú), perversas o demoníacas (las harpías, las amazonas, las gorgonas, las parcas, las moiras). El miedo, además, también actúa en el imaginario femenino: miedo a la violencia de los hombres, miedo a sufrir por amor, miedo a la soledad y al ostracismo social y económico. Este miedo tiene una base política, porque, en definitiva,  la libertad y la igualdad siguen siendo las grandes asignaturas pendientes de nuestro sistema sociopolítico y de nuestra cultura amorosa.
CONCLUSIONES

Los humanos somos animales soñantes que perseguimos utopías; y coincidimos con Lluís Duch en la idea que la disposición utópica del ser humano “puede ser considerada, junto a su disposición crítica, como una “estructura de búsqueda[22].  Así, toda construcción utópica puede ser, por un lado, un poderoso instrumento de control social al servicio del poder, pero también un dispositivo liberador si lo pensamos como una planificación del futuro y una crítica a las realizaciones culturales, sociales, religiosas y políticas del presente: “Siempre, las ilusiones han formado parte de los asuntos humanos. Cuando la imaginación no encuentra satisfacción en la realidad, busca refugio en lugares y épocas construidos por el deseo”.

Analizando la dimensión social y política del amor romántico, Francesco Alberoni (1979), afirmó que el enamoramiento es la forma más simple de movimiento colectivo, y lo comparó con los grandes procesos revolucionarios de carácter religioso, social, sindical, o político. El amor de pareja es una aventura que sitúa a las personas en un estado de euforia similar en intensidad a los estados de euforia colectivos; de hecho afirma que entre los grandes movimientos colectivos de la Historia y el enamoramiento hay un parentesco estrecho. Para Alberoni, el enamoramiento es la subversión del orden, el trastrocamiento de las instituciones sociales y económicas. Pone de ejemplo la sociedad feudal, en la que subsistía la estructura de las relaciones de parentesco cuando nace la burguesía y la intelectualidad. El enamoramiento surge en este contexto histórico y social como una chispa entre dos individuos que pertenecen a dos sistemas separados e incomunicables. Se buscan y se unen transgrediendo las reglas endogámicas del sistema de parentesco o de clase, como Abelardo y Eloísa, o Romeo y Julieta.
Nosotras pensamos que si el amor alcanzase una dimensión colectiva, las personas aprenderían a relacionarse con empatía y altruismo y podrían  eliminarse las desigualdades sociales y las jerarquías, de modo que el sistema podría transformarse de un modo radical. Esta idea fue planteada en la década de los 70 por Shulamith Firestone, que acuñó el término de pansexualidad perversa polimorfa  para describir un tipo de relaciones eróticas y afectivas liberadas de la represión que no estarían configuradas de una manera genital ni evitarían la represión del niño al afecto materno, de modo que toda nuestra cultura experimentaría un proceso de erotización.
Un amor hacia la totalidad de la existencia nos llevaría sin duda a cuidar el planeta y los seres que lo habitan, y cesaría la explotación de unos pocos sobre la mayoría. Nosotras coincidimos con Marcuse[23](1955) en la idea de que el fin de la represión instintiva, y la liberación sexual humana no supondrían el final de la civilización ni el advenimiento del caos. Para Marcuse la liberación de la represión humana sería tal que permitiría la gratificación, sin dolor, de las necesidades, y la dominación ya no impediría sistemáticamente tal gratificación. La liberación de Eros podría crear nuevas y durables relaciones de trabajo; el mundo no se acabaría y los seres humanos no nos destruiríamos los unos a los otros. Es entonces cuando verdaderamente podríamos coincidir con algunos autores (Alberoni, De Rougemont, Giddens, Morín) en que el amor es un acto transgresor, un elemento subversivo que amenaza la ley del pater y el sistema patriarcal en su conjunto. Esto es visible en los escándalos amorosos que ponen en peligro las estructuras básicas sociales, como sucede con el incesto, el amor homosexual, el amor interclasista e interracial, las uniones estables de tríos, los amores entre deficientes mentales, entre ancianos, los amores adúlteros o el sexo en grupo. Son todas formas de relación que muestran otro tipo de ideologías amorosas (marginadas, pero existentes) frente a la aparente omnipotencia de la ideología hegemónica patriarcal.

Si bien a un nivel legislativo e incluso político el patriarcado está en decadencia, en el ámbito emocional y narrativo sigue gozando de buena salud. El fin del patriarcado a nivel simbólico aún está lejos, y es probable que, aunque finalmente llegue a su fin, sea sustitudo por otro sistema de poder, porque, en definitiva, el poder atraviesa todas las relaciones humanas y todas las organizaciones sociales y políticas. La conclusión, es pues, que la idea de una liberación sexual y amorosa colectiva, sin jerarquías de género ni luchas de poder, no deja de ser otra utopía emocional de la posmodernidad. 


[1] Paz, Octavio : La llama doble. Amor y Erotismo,  Seix Barral, Barcelona 1993.
[2] Citados en: Yela García, Carlos: “El amor desde la psicología social. Ni tan libres, ni tan racionales”, Ediciones Pirámide, Madrid, 2002.
[3]  Fisher, Helen: “Historia natural del amor: monogamia, divorcio y adulterio”, Anagrama, Barcelona, 1992.
[4]  En el último siglo esta expansión ha alcanzado unas dimensiones planetarias gracias a la cultura massmediática y al fenómeno que unos denominan globalización y otros, como Romá Gubern en El Eros electrónico (2000), americanización de la cultura.
[5] Barash, David P y Lipton, Judith Eve: “El mito de la monogamia”, siglo XXI, Madrid, 2003.
[6] Nussbaum, Marta: El conocimiento del amor: ensayos sobre filosofía y literatura. A. Machado Libros, Madrid, 2005.
[7] Término que acuñaron Berger y Luckmann para describir la realidad reificada, normalizada e institucionalizada En: Berger, Peter y Luckmann, Thomas: “La construcción social de la realidad”, Amorrortu ediciones, Buenos Aires, (1966), 1997.

[8] Pereda, Rosa: “El Amor: Una historia universal”, Espasa Calpe, Madrid, 2001.
[9] Para los Beck, por ejemplo, el amor es la religión después de la religión: “El afán por el amor representa el fundamentalismo de la modernidad”. Creen que una característica que comparten la religión y el amor es la idea del límite: el ser humano experimenta a través de ellos la existencia de la muerte: “El amor es un tipo especial entre todas las experiencias límite normales. A diferencia de la enfermedad y la muerte, es algo que deseamos. (…) Su más allá es terrenal, muy terrenal, tiene cuerpo, voz y voluntad propios. En el amor, a diferencia de la religión, rige una frase: existe en vida antes de la muerte (no después)”. En: Beck, Ulrich, y Beck-Gernsheim, Elisabeth: “El normal caos del amor. Las nuevas formas de relación amorosa”, Paidós, Barcelona, 2001.
[10] Morín Edgar, Complejo de amor, Gazeta de Antropología, Nº 14, 1998, CNRS, París
[11] De Rougemont, Denis: “El amor y Occidente”, Editorial Kairós, Barcelona, (1939), 1976.

[12] El hombre se convierte en “ocho horas de trabajo”, forma parte de la fuerza laboral, de la fuerza burocrática de empleados y empresarios. (…) Desde el nacimiento a la muerte, de lunes a lunes, de la mañana a la noche: todas las actividades están rutinizadas y prefabricadas. ¿Cómo puede un hombre preso en esa red de actividades rutinarias recordar que es un hombre, un individuo único, al que solo le ha sido otorgada una única oportunidad de vivir, con esperanzas y desilusiones, con dolor y temor, con el anhelo de amar y el miedo a la nada y la separatidad?” (Erich Fromm, 1959).

[13] Giddens, Anthony: “La transformación de la intimidad. Sexualidad, amor y erotismo en las sociedades modernas”, Cátedra, Madrid, 1995.
[14] Connel Robert W: La organización social de la masculinidad.  En “The Social Organization of Masculinity” de Masculinities, del mismo autor, University of California Press, Berkeley, 1995. 
[15] Michael Kimmel,  Anthony Clare, Gilles Lipovetsky, Ulrich Beck, y Elisabeth Beck-Gernsheim, Robert Moore, Elisabeth Badinter, Enrique Gil Calvo, Oscar Guasch, Manuel Castells, Daniel del Castillo, etc.
[16] Bell, Donald H: “Ser varón”. Tusquets, Barcelona, 1987.
[17]Sólo sabemos que estamos angustiados, al borde de sentirnos impotentes, desvalidos, frustrados, aplastados, no queridos ni apreciados, a menudo avergonzados de ser hombres” Moore, R. y Gillette, D: “La nueva masculinidad. Rey, Guerrero, Mago y Amante”, Paidós, Barcelona, 1993.
[18] Según Fernando Savater, siendo la voluntad masculina potencialmente infinita o al menos indefinida, se ve obligada a tener que elegir trágicamente entre querencias contradictorias: “Debido a que no se puede querer a la vez todo y ahora, y debido a la necesidad de ordenar y anteponer unas voluntades con preferencia sobre otras, el hombre posmoderno sufre porque no puede tenerlo todo ni imponer su santa voluntad del mismo modo que lo hacía antaño, pese a que sus madres los sigan educando para ser hombres adultos egoístas y ventajistas”. Citado en Gil Calvo, Enrique: “El nuevo sexo débil. Los dilemas del varón posmoderno”, Temas de Hoy, Ensayo, Madrid, 1997.
[19] Bonino, José Luis: “Deconstruyendo la normalidad masculina”. Conferencia para la Asociación Española de Clínica y Psicoterapia Psicoanalítica, (1997), publicado en: The European Men Profeminist Network.
[20] Lipovetsky es de los autores que opinan que, pese a que ellas han tomado distancia respecto del lenguaje romántico, y se han mostrado cada vez más reacias a sacrificar estudios y profesión en el altar del amor, “su adhesión privilegiada al ideal amoroso se ha mantenido, han seguido soñando masivamente con el gran amor, siquiera sea fuera del matrimonio. (…) No hay que hacerse ilusiones: incluso en lo más álgido del período contestatario, las mujeres jamás han renunciado a soñar con el amor. Lo que se ha eufemizado es el discurso sentimental, no las expectativas ni los valores amorosos”. Lipovetsky, Gilles: “La tercera mujer”, Anagrama, Colección Argumentos, 1999.
[21] Clara Coria define los costos como inversiones humanas (afectivas, de tiempo, de espacios, asunción de responsabilidades, etc.) que son asumidas unilateralmente por una gran cantidad de mujeres: “El ocultamiento de los costos es una de las contradicciones más fraudulentas del imaginario social porque no existe nada, absolutamente nada en la vida que deje de estar acompañado por su costo”.
Coria, Clara: “El amor no es como nos contaron… ni como lo inventamos”, Paidós, Buenos Aires, 2005.


[22] Duch, Lluís: Antropología de la vida cotidiana. Editorial Trotta, Madrid, 2002.




1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho tu artículo, aunque lo he leido en papel que es más grato y fácil de leer. Admiro tu profundidad, tu capacidad de análisis. Nadie hasta ahora había definido el amor con tanto detalle y tan brillantemente. Enhorabuena. Eres un fenómeno. Bueno mejor dicho una doctora en el tema.

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